Raros peinados nuevos. Apuntes en torno a los efectos de la dictadura de 1976 en Argentina y la literatura de hijxs de desaparecidxs

María Belén Riveiro

Y me gustan esos raros peinados nuevos

Las derrotas de los proyectos revolucionarios de izquierda sufridas a lo largo de América Latina tras sangrientas dictaduras no solo transformaron las economías de los países, sus sistemas políticos e institucionales sino también incluso los límites de lo pensable. Entre estas ruinas, nuevas generaciones se preguntan cómo seguir, qué hacer con ese pasado trágico y con un futuro que conmemora esas experiencias a la vez que, en la práctica, muestra una y otra vez que ya no son viables. Uno de los recursos que estas jóvenes generaciones tomaron para reflexionar sobre el pasado fue la literatura, como los escritos de hijxs de desaparecidxs de la dictadura militar de 1976 donde narran el pasado de militancia política y revolucionaria de sus padres. Desde una mirada desfachatada y agitando la bandera de la incorrección política, estos textos rompen con la relación fetichizada con el pasado para anunciar sin mucha vuelta que hubo una derrota. Se presentan –y se leen– como una postura rebelde. Pero aquí surgen los interrogantes relevantes para las ciencias sociales. Lejos de una mera celebración o condena de estas lecturas, la mirada sociológica nos conduce a analizar efectivamente cómo se construyen esas narraciones y en relación con qué otras miradas se definen como rupturistas si es que efectivamente lo son y, de serlo, en qué sentido.

Cuando el equipo editorial de esta revista organizaba el inicio de las reuniones para preparar el séptimo número, el primero de 2021, charlamos para encontrarnos (en la virtualidad) al miércoles siguiente, como acostumbramos. Ese día era 24 de marzo. Otro año probablemente nos hubiéramos encontrado en la plaza, pero ahora decidimos postergar la reunión. Y esta coincidencia fue una buena excusa para explorar el problema que recién formulé y para recordar uno de los trabajos sobre memoria colectiva que realicé como estudiante de Sociología, en un ejercicio retrospectivo que parece que la pandemia promueve.

En 2013 defendí el trabajo final de la materia Análisis de las prácticas sociales genocidas del profesor Daniel Feierstein. La propuesta residía en tomar la categoría de genocidio, consagrada en el ámbito jurídico internacional, para volverla una herramienta conceptual de la sociología[1]. Así permitía aprehender casos como el nazi y también la dictadura militar de 1976 en tanto modos de aniquilamiento que pueden funcionar como una modalidad específica de destrucción y reorganización de relaciones sociales. La dictadura dejaba de restringirse a una cuestión militar que tenía como objeto a ciertos sectores activos políticamente para abarcar una apuesta mucho mayor de transformación cuyos efectos perduran en el tiempo y que, de manera muy temprana y con toda la potencia poética, preanunciaba Rodolfo Walsh en su Carta abierta a la junta militar de 1977, con frases que resuenan en el presente: “Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisiones internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9% prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron”[2].

Feierstein periodiza el proceso genocida y una de las últimas etapas, divididas de manera analítica, es la realización simbólica: “Las prácticas sociales genocidas no culminan con su realización material (es decir, el aniquilamiento de una serie de fracciones sociales vistas como amenazantes y construidas como ‘otredad negativa’), sino que se realizan en el ámbito simbólico e ideológico, en los modos de representar y narrar dicha experiencia traumática” (Feierstein, 2011, p. 237).

Intrigada por esta última noción, decidí explorar cómo se estaba narrando en nuestro presente nuestro pasado. Y en esas indagaciones encontré que en la primera década del siglo XXI habían comenzado a proliferar lo que se conocía como “literatura de hijxs”, es decir, libros escritos por hijxs de desaparecidxs acerca de las trayectorias militantes y políticas, así como las herencias, de sus padres. El entusiasmo guio la lectura de estas obras en las que parecía renovarse de una manera desfachatada e irónica el pasado de la militancia de los años setenta y que prometía emanciparse de viejos lastres.

Uno de los libros que había analizado era Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Pérez, nieta de Rosa Tarlovsky de Roisinblit quien en 2020 en el Día Internacional por los Derechos Humanos recibió el premio Azucena Villaflor, un reconocimiento a ciudadanos o entidades destacados por su trayectoria cívica en defensa de los derechos humanos. Diario de una princesa montonera es un producto paradigmático de la época. Este libro había nacido como blog a partir de cierto desencantamiento de quien había militado en la agrupación H.I.J.O.S. [3] y se proponía renovar los modos de recordar el pasado.

En marzo de 2021 se reeditó el libro con algunos agregados y mi propia memoria sobre esta literatura y esos recuerdos entusiastas se vieron descolocados cuando en Twitter encontré a la propia Pérez dudando de su rebeldía al encontrar un comentario elogioso de un periodista más bien conservador y conocido por publicar, el mismo año que Diario de una princesa montonera, la última entrevista que dio Jorge Rafael Videla –diálogo poco crítico vale mencionar.

Estos casi diez años que separan mi primer acercamiento entusiasta a estas producciones literarias rebeldes y hoy, cuando lo nuevo parece casi fetichizado, fueron el puntapié para este artículo. Pero no nos adelantemos, primero les comparto mi entusiasmo, para después retomar la sensación de malestar sociológico.

Y estás haciendo algo nuevo, ¡adelante!

Mientras preparaba mi trabajo para la materia de Feierstein, leí una reflexión de un docente de la Facultad de Sociales de la Universidad de Buenos Aires en la que relataba su regreso a esa casa de estudios tras su exilio forzado por la dictadura. Desde una cierta perspectiva privilegiada podía comparar ese antes y ese después. Emilio de Ípola relató en Punto de Vista en 1997 que ese mismo año al entrar a la facultad, para dar clases, se tuvo que detener porque algo de la atmósfera le llamó la atención. Los tradicionales carteles de las agrupaciones cubrían las paredes del edificio y es ahí donde se sorprende: “el contenido y el tono de los afiches, y también el de los volantes y folletos que repartían o vendían los estudiantes, no parecía guardar mayor diferencia con respecto a los que se exponían o distribuían hace veinticinco años” (24). Esta sensación de extrañeza entre percibir que todo había cambiado, pero nada lo había hecho tras el fin de la dictadura militar lo lleva a proponer que aquello que estaba retratando era solo una postal anacrónica.

A partir de ello, de Ípola pasa a analizar el campo intelectual de los años ochenta y entrevé que el espacio que parecía haber para la revisión de los setenta no se había concretado. Encontraba que se habían reemplazado unos valores por otros o se habían hecho sobrevivir los anteriores, lo que llama «doble discurso». De ahí que se haya producido un «legado trunco» entre las generaciones que vivieron durante la dictadura y aquellos que tienen la edad de sus hijos. De Ípola se ve ante la necesidad de expandir el concepto de desaparecido para explicar este quiebre: no estaban no solo porque muchos habían sido asesinados en manos del terrorismo de Estado sino también porque otros estaban exiliados, se habían alejado de la militancia y de la producción intelectual.

Más allá de las discusiones que se pueden entablar en torno a este diagnóstico, algunos de los estudiantes que transitaban esos pasillos parecían llegar a las mismas conclusiones e incluso vivir con cierto peso esa tradición que estaba a la vez presente y ausente y con la que no podían entablar una relación productiva. Muchos de ellos se volcaron a géneros literarios para relatar en primera persona sus experiencias, y es de este modo que se pueden encontrar un conjunto de libros, publicados en editoriales que se habían creado por estos mismos años a manos de los propios escritores, que abordaban estos temas.

“Creo que hay un drama histórico que no se ha debatido lo suficiente y que esa negación se transfiere a las generaciones más jóvenes” afirma Ignacio Apolo en el epígrafe de El ignorante, el poema de Juan Terranova. Este libro publicado en 2004 por la editorial Tantalia adopta el formato del poema Aullido de Allen Ginsberg y, en ese gesto, se proponía retomar la tradición contracultural del movimiento beat, que escandalizaba y desacomodaba ciertas normas de la sociedad estadounidense de los años cincuenta,.

Y, sin duda, el poema buscaba construir una posición como “nueva generación”: “Como otros, vi a las mejores partes de mi generación,/desguazada y aturdida” (47). Y en ese gesto provoca, a la tradición que le antecede: “Nadie contó cuantas veces se mordieron las manos/para no dormirse/en una clase de la facultad de Filosofía y Letras” (47), “La generación anterior la atacó y la lastimó mucho, /le habló de la voluntad, de los desaparecidos, / le incrustó fantasmas y sus propios miedos en la cara, / y le hizo llorar, como si fueran propios, / muertos que nunca conoció” (48).

Este tipo de narrativas, esta forma de tematizar el pasado y volverlo objeto de la literatura no era una excepción en las primeras décadas del siglo XXI. En 2008 Félix Bruzzone publicó el libro de cuentos 76 en la editorial Tamarisco y la novela Los topos en la editorial Mondadori. Esta última editorial publicó Soy un bravo polito de la nueva China de Ernesto Semán en 2011 y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron en 2012. La primera edición de Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Pérez fue por Capital intelectual en 2012, que también editó ese mismo año ¿Quién te creés que sos? de Ángela Urondo Raboy. En Marea editorial en 2012 apareció Cómo enterrar a un padre desaparecido de Sebastián Hacher. Julián López escribió Una muchacha muy bella que salió por Eterna Cadencia en 2013. Estos son algunos de los títulos que había escogido para mi trabajo porque compartían una preocupación por narrar, ya fuera de manera ficcional o testimonial, sus vínculos con el pasado de las militancias de los años sesenta y setenta.

Copio algunos fragmentos de estos libros que me habían llevado a pensar que en este corpus había un gesto novedoso de dar cuenta de este clima que llegaba a volverse opresivo en torno a los modos de recuperar el pasado, un gesto que parecía necesario si uno quería despojarse de la fetichización de esas memorias para incorporarlo como propio:

Insistí en que reivindicar las acciones (buenas o malas) de los padres (vivos o muertos) no era el rol de ningún hijo (cuando, en cambio, es el rol de los padres reivindicar las acciones de sus hijos) y que era lógico que las generaciones jóvenes cuestionaran a las anteriores, en vez de reivindicarlas, para que pudiera existir evolución, desde la construcción crítica. Me tiraron con todo (…) Me recriminaban especialmente que, justo yo (…) pudiera dudar en reivindicar la lucha armada, si mi padre había sido un ‘héroe’ revolucionario, y no haberlo conocido antes, ¡mía culpa!» (Urondo Raboy, 2012, p. 139).

Vi jóvenes viejos (…) tuve la impresión de que me entregaban una planta muerta, ya sin ninguna posibilidad de volver a la vida (Pron, 2012, p. 27)

Un día me harté de escuchar eslóganes como ‘nosotros tenemos los mejores muertos’, un día me harté de construir mi propia desaparición. Yo creía que era poca cosa, que estaba deprimido y que eso era algo lógico. Yo creía que era depresión (López, 2013, p. 150).

Y cito un último ejemplo de una escena más bien metafórica en un cuento de Félix Bruzzone sobre la historia de Mota, hijo de desaparecidos, quien se había comprado una camioneta con el dinero de la indemnización por la desaparición y muerte de sus padres y con ella decidió hacer un viaje hacia el lugar donde habían sido vistos por última vez. El protagonista en un momento desiste de ese viaje y quiere romper con su pasado, acción que consuma en el fuego, pero fracasa en ese intento lo que lo deja en la intemperie:

Mota sentía la ausencia que se siente frente al espectáculo del fuego, esperaba que las llamas alcanzaran el tanque y anticipaba una explosión magnífica que diese por terminado su estúpido viaje a Córdoba y la tontería de haberse comprado el camión. Pero entonces empezó a llover y comprendió que el fuego se iba a apagar (…) los recorridos para él ahora estaban cerrados (Bruzzone, 2008, p. 34).

Esta misma propuesta aparece claramente en el epígrafe que abre el antes citado Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Pérez: “No quiero cantarle a los que están ausentes/ Quiero cantarle a los que están presentes”. Pérez se ve “aprisionada” en la posición de hija:

Sólo te conozco en la tortura, en el dolor de imaginar que te torturaron. Picana, golpes pentotal colgado, escribo. Las aristas de los vidrios que forman tu imagen siempre terminan clavadas en mi carne, escribo, mártir, un joven San Pantaleón de los 90 de pelo corto como mi hermano o como mi padre, hondamente hijo antes de H.I.J.O.S. (Pérez, 2012, p. 26).

Estas propuestas que se definían como novedosas fundamentaban mi entusiasmo y no estaba sola en ello. Elsa Drucaroff dedicó un libro titulado Los prisioneros de la torre Políticas, relatos y jóvenes en la postdictadura (2011, Emecé) a estas producciones donde argumenta que se trata de una generación de escritores a los que conceptualiza como «prisioneros de la torre», generaciones que «(…) son náufragas de un barco que no condujeron (…) pero que los sostiene, es la única tierra firme en la que puedan pararse” (Drucaroff, 2011, p. 35) y que se ven enfrentados a un «mandato imposible» de ser rebeldes tal como lo fueron sus padres[4].

A su vez, estas producciones literarias no se daban en el vacío. La marcha del 24 de marzo de 1996, los hechos de diciembre de 2001 cuando aparece una mención constante de los “30.000 desaparecidos”, la conformación de organismos como H.I.J.O.S, todo ello crea las condiciones para reformular el vínculo con el pasado. Aquella figura de las luchas de la izquierda y de su militancia que se había vuelto abstracta y “angelizada” se comienza a vincular con la confrontación y lucha sociales (Feierstein, 2011). En su trabajo sobre el H.I.J.O.S, Pablo Bonaldi (2006) propone que cada época le da sentido a la figura del desaparecido a partir de los debates que le son contemporáneos. De ese modo, en los años ochenta, durante la transición democrática y en busca de restaurar instituciones deterioradas por la dictadura militar, ocupó un lugar central la noción de los desaparecidos como víctimas de violaciones de los derechos humanos por parte del terrorismo de estado. En los años noventa, en medio de una creciente movilización política en reclamo por desigualdades sociales y económicas, se comienza a recuperar la historia militante de los desaparecidos.

En la literatura se encuentra un espacio de reflexión y reconstrucción del pasado que diversos estudiosos proponen como novedosa. Mariana Peller (2012) se aboca al análisis de “los relatos que han construido las hijas e hijos de militantes de los setenta” e hipotetiza que “si bien toman como tema de sus obras la violencia política de aquellos años, lo hacen mediante relatos y procedimientos que critican los valores morales y la cultura política de la generación de sus padres” y así “cuestionan tanto los relatos de tono heroico como los victimizantes”. Fernando Reati (2015) se formula preguntas en torno a algunos de los libros que cité: “¿se trata de una ironía, una expresión de deseos, la confirmación de un sentimiento genuino? ¿O es posible que todas estas opciones coexistan sin contradicción?”. Y concluye que “en ese equilibrio inestable pero creativo radica tal vez lo mejor de la literatura memorialista actual y por venir en la Argentina de la posdictadura” (Reati, 2015).

Releyendo mi trabajo, para reconstruir aquí lo que había analizado, buscando respuestas en la revisión de los estudios sobre este tema, la pregunta se transforma. Hace diez años buscaba contextualizar a esta literatura y había encontrado una herencia pasada opresiva, tal como los escritores la caracterizaban, de la que buscan liberarse. Ahora me pregunto y pongo en cuestión cómo relatan el pasado estos libros, cómo procesan esa derrota que afirman, cómo reelaboran esa tradición, a qué herramientas recurren para no seguir reproduciendo las mismas ideas anacrónicas, cómo se rebelan. Y en este punto el entusiasmo se atenúa y para poder analizarlo creo que una relectura de un tal Antonio Gramsci puede ayudar a pensar cómo incluso lo que se presenta como ruptura puede en ciertas dimensiones reproducir el orden. Romper con la hegemonía no parece ser sencillo.

Es mejor que estarse quieto

Como menciono antes me vi ante la necesidad de revisar este análisis, que había dejado hace años, porque ese entusiasmo inicial se vio desafiado ante la coincidencia en el diagnóstico con una mirada más bien conservadora, o sea, cuando vi el tuit de Reato. Pero el entusiasmo frente a esta renovación, que suponían para mí las producciones que revisaban la historia de militancia de los sesenta y setenta, menguaba no solo por un tuit aislado sino por cómo en este marzo de 2021 se volvía al tema y por los aspectos que se destacaban –que [spoiler alert] leían estas literaturas como narrativas insumisas frente al lastre de un pasado político que se volvía opresivo, ahora, claro, esa rebeldía se lee en una clave bien en sintonía con estos tiempos, es decir, como incorrección política.

Un claro ejemplo es la reseña de la escritora Tamara Tenenbaum, cuyo ensayo El fin del amor (Seix Barral, 2021) “va ya por la séptima edición en Argentina y ha sido leído como un manifiesto generacional entre las jóvenes que, como ella, se replantean las estructuras heredadas y buscan construir nuevas relaciones afectivas” dice El país Edición América Latina. Allí se concentró en la reedición del antes mencionado Diario de una princesa montonera. La clave de lectura que propone se resume en la siguiente afirmación: “se dice que las víctimas son los nuevos héroes, pero ser víctima sigue siendo mucho más difícil de lo que parece”. Tenenbaum plantea que, por un lado, recuperar la fragilidad de la víctima es una especie de conquista frente a un estilo agresivo que si adoptabas y “eras mujer te podía salir mal, cada tanto, y [podía suceder] que te acusaran de ‘brava’ o de ‘impertinente’ por engolosinarte en el juego de los varones”. E incluso podía pasar por gesto intrascendente: “la exposición de lo vulnerable eran cosas desconectadas de la empresa universal del saber”.

Pareciera haber una vuelta de rosca en el modo en que Pérez se narra como víctima. Dice Tenenbaum (2021):

cuando pienso en las cosas que la gente no quiere saber de las víctimas, las cosas que todavía es difícil decir y mucho más escribir, pienso en los grandes temas a los que se dedica Mariana Eva Pérez. La guita, las internas, los caprichos, las mezquindades: las familias, en resumen. No es tan sencillo explicarles a los extraños que la parte que ellos quieren ver, el llanto, la emoción, la épica de la orfandad, a veces no es la parte que más te duele a vos, ni la que más te interesa.

Entonces la rebelión del libro reside en el humor

así renuncia una víctima a su destino de víctima coronada, así renuncia Mariana Eva Pérez a su heroísmo, mostrando todos esos trapitos sucios que no había que mostrar para no hacerle el juego al enemigo, para no mostrar que entre las víctimas también hay mentiras y maldades (Tenenbaum, 2021).

En el subtítulo anterior indago en cómo coincido en parte con este diagnóstico. Estas obras son un grito que busca romper con una tradición que, de manera quizás intuitiva pero muy certera, sienten como anacrónica. Con estos escritos los hijxs vienen a afirmar que hubo una derrota que no solo fue política o restringida a la militancia sino también cultural. Por lo tanto, esas miradas tan vitales en los sesenta y setenta se ven dislocadas en los años del fin de siglo dado que las condiciones que les dieron lugar fueron arrasadas de manera planificada y en las puntas de las bayonetas, como diría Walsh.

Y efectivamente la dictadura militar de 1976 marcó trasformaciones en nuestro país que se profundizaron con los años: desde la desindustrialización y preeminencia de la lógica financiera en la economía (Schorr, 2012), la reestructuración de los debates intelectuales (Sarlo, 1988), hasta la modificación en los modos de producir literatura y de valorarla (Patiño, 2006; de Diego, 2007). Este quiebre histórico no se reduce a Argentina, claro, ni a las estructuras económicas y políticas. El sociólogo peruano Aníbal Quijano nos legó una reflexión en torno a las derrotas de los proyectos latinoamericanos de los sesenta y los setenta: “al final de los años ochenta todo lo que era opuesto al capitalismo, resistía al imperialismo o rivalizaba con él, había sido derrotado en todo el mundo. La especificidad de esa derrota consiste, en mi opinión, en la extinción de todo un determinado horizonte de futuro” ([2001] 2014, p. 833).

La constatación de esta contundente derrota de los proyectos y miradas por los que se luchó en los años sesenta y setenta entonces claro que contrasta con su posterior recuperación como si casi nada hubiera pasado, como esa fotografía que de Ípola identificaba en la facultad donde nada había cambiado en medio de profundas transformaciones. Al menos eso parecen sentir los escritores que estoy analizando:

Cuando se les acabó la conquista del mundo, / lo único que les quedó fueron los derechos humanos (Terranova, 2004, p.51)

Pero discutir con los desaparecidos es mejor aún (…) porque los pobres tipos terminan por ser una elite sodomizada por sus propios vasallos, que se apropian de la memoria como arma de vejación. ¿Quién va a tener la altura moral para decir que no era héroe, y víctima? (Semán, 2011, p. 77)

Una aspiración de restaurar glorias antiguas(…) a Mariana le suena rancia (Hacher, 2012, p.9)

Llegamos a la plaza, cantando a viva voz que “a donde vayan los iremos a buscar” y soy consciente de que probablemente no tengamos fundamentos para seguir cantando esa canción mucho tiempo más (…) Uno a uno nuestros cantos de protesta irán quedando caducos (Urondo, 2012, p.73).

No me llevo del todo bien con los discursos, los clichés semánticos, los golpes bajos, las consignas precocidas, la figura inflada de los héroes mártires. A veces, cuando se grita “¡Presentes!” por los desaparecidos, se me estrujan el alma y las tripas, de sentirme tan sola. Quisiera gritar: “¡Ausentes! ¡Ausentes, ahora y siempre!”. Y dejarlos a todos mudos. Y llorar hasta que mi garganta se rompa, o los ojos caigan al suelo. No quiero llenar agujeros, por respeto a ellos y a la ausencia misma. No alcanzan las fotos que los recuerden. Ni el acto, ni la baldosa, ni los libros, ni las placas, ni el avisito recordatorio en el diario, ni la medallita, ni las chupamedias, ni nada, porque hay días en que absolutamente nada llena este vacío, esta derrota, esta muerte miserable que nos tocó conseguir, sin laureles, coronas ni glorias (Urondo, 2012, p.197).

¿Dónde están la decepción, la rabia? ¡Extraña! La muy huérfana extraña y los estetiza (Pérez, 2012, p.155).

Y siguen siendo princesitas huérfanas/ de la revolución y la derrota/ en el exilio eterno de la infancia (Pérez, 2012, p.20)

Esta descorazonada búsqueda por enunciar aquello que parecía escondido es central, pero surge la pregunta ¿esa misma derrota no dejó efectos en la propia enunciación? ¿Más allá de hacerla visible, ¿cómo se vinculan los escritores con ese pasado que parece que no pueden recuperar? Y aunque no expliciten estos temas en los modos en que narran sus historias, el lector puede encontrar pistas para responder los interrogantes en las formas en que, por ejemplo, se describe, de una manera un tanto frívola, la militancia donde lo que está ausente es el hecho de entenderla como proyecto político:

Vamos a hacer la revolución con una guitarra (Terranova, 2004, p.49)

Después plantaban un caño en el cine/ para formar parte de un clan de subversivos/ que fumaban marihuana en rincones oscuros / En mi cuerpo estás, anónimo soldado montonero desaparecido,/ intelectual de las ramas, orador de los chimentos,/ Que alguna vez discutiste,/ antidemocrático hasta la furia,/ enfermo de sabiduría profética./ militarista y aventurero,/ cómo asaltar una farmacia (Terranova, 2004, p.51).

“-Tu padre -decía- era idealista. No tomaba Coca Cola” (Hacher, 2012, p.17)

“- ¡Un Paulo Coelho montonero!” (Hacher, 2012, p.80)

Casi me alegro de que Jose tenga eternamente veinticinco años. Que esté desaparecido por intentar reengancharse como un boludo en 1978. Que no haya devenido triste fotocopia del militante político (…) Siempre un montonero guapo, joven y mártir y nunca un claudicante ni un traidor (Pérez, 2012, p.23-24).

Y quizás lo que me incomoda en mi lectura actual es la sensación de que, si bien hay una mirada atinada en identificar hasta la crueldad la derrota de las generaciones anteriores, la ausencia de una reflexión sensible y crítica en torno a los efectos de esa derrota en los más jóvenes, en aquellos que no fueron protagonistas de esos años, es decir, en los escritores mismos, da lugar a narrativas que lejos de ser rebeldes reproducen miradas dominantes. Ángela Urondo Raboy parece asumir esta postura: «No hay reclamo ni pase de factura, solamente una ironía punk en lenguaje capitalista» (Urondo, 2012, p.177).

Y con esa mirada la derrota se consolida. Porque ¿entonces de qué nos proponen reírnos o ironizar, para utilizar la categoría que proponen los propios autores? ¿De los derrotados? Ya que la opción de una paradójica, y por lo tanto inviable, “épica de la orfandad” es imposible, ¿lo que queda es reírnos de cómo fueron efectivamente derrotados y de cómo lo único que queda de ellos son “la guita, las internas, los caprichos, las mezquindades”, como rescata Tenembaum del libro de Pérez?

Pero entonces cuál es el carácter de esa aparente rebeldía que parecían tener estos libros. ¿Mostrar aquello que se escondía para no hacerle el juego al enemigo? Pero si hay derrota, ¿existe el enemigo al que hacerle juego? ¿Es dominante la tradición de la militancia, cuyos “trapitos” son rencillas familiares y reclamos por subsidios estatales, como para que romper con ella sea rebelde o es una pelea justamente con quienes están derrotados, aunque quizás bien presentes en los ámbitos más íntimos de estos escritores? Y entonces si nos centramos en cómo se vinculan con el pasado, es decir en cómo se combate esa tradición, ¿no son las mismas herramientas que legó esa derrota, como la afirmación de que no hay posibilidad de retomar esa historia, las que emplean para realizar esas críticas?

Antonio Gramsci hablaba de la hegemonía como un consenso espontáneo y nos legó una plétora de reflexiones. Solo retomo alguna cita para poder enriquecer estas últimas ideas. Incluso encontré un parágrafo en el que reflexiona sobre las derrotas:

Cuando no se tiene la iniciativa en la lucha y la lucha misma acaba, por tanto, identificándose con una serie de derrotas, el determinismo mecánico se convierte en una fuerza formidable de resistencia moral, de cohesión, de perseverancia paciente y obstinada. ‘De momento he sido derrotado, pero la fuerza de las cosas a la larga a mi favor, etc’ ” (Gramsci, 1998, p. 109)

La fuerza del estado de las cosas, a partir de esta reflexión teórica, se vuelve patente en estas narrativas supuestamente rebeldes. Estos libros comparten poner el foco en la vida cotidiana, en lo que teóricos han denominado como giro subjetivo (Sarlo, 2005): “Mi madre parecía una perfecta asesina de vegetales, la veía liquidarlos con una natural frialdad de la que ella no era consciente” (López, 2013, p. 15). Afirman la existencia de un legado inconsecuente: «(…) la práctica de rituales privados que iban a acabar dejando huellas en todos nosotros y particularmente en quienes éramos niños por entones: la exclusión de las celebraciones, las precauciones en el uso del teléfono» (Pron, 2012, p. 209). La política se trivializa: “vamos a hacer la revolución con una guitarra” (Terranova, 2004, p. 49). Junto con el foco en la frivolidad de la militancia como vimos antes, todo ello pareciera no tanto denunciar que hubo una derrota, y buscar a partir de ella cómo reconstruir a partir de las ruinas, sino dar cuenta de ella y, sin vistas a demasiada alternativa, consolidarla.

El más cuerdo es el más delirante

¿Cómo se convierte una militonta en escritora?

Mariana Eva Pérez. Diario de una princesa montonera. 2012

Los ‘jóvenes’ se encuentran en situación de rebelión permanente, porque persisten las causas profundas de la misma, sin que sea posible el análisis, la crítica y la superación (no conceptual y abstracta, sino histórica y real); los ‘viejos’ dominan de hecho pero… après moi le déluge, no consiguen educar a los jóvenes y no pueden prepararlos para la sucesión.

Antonio Gramsci Los intelectuales y la organización de la cultura

Las derrotas sufridas a lo largo de América Latina marcadas con masacres no solo transformaron las economías de los países, sus sistemas políticos e institucionales sino también incluso los límites de lo pensable. Entre un quietismo que acepta sin más el presente y una recuperación acrítica de un pasado derruido, surgen –cada vez más en los últimos años– gritos de rebeldía que buscan hacerse oír y desacomodar la estantería: los movimientos de mujeres y disidencias sexuales, los estallidos de trabajadores en contra de medidas impositivas injustas y marcos legales antidemocráticos.

El entusiasmo frente a estas novedades y miradas frescas no parece injustificado. No obstante, la tarea de la sociología pareciera necesitar ir un poco más allá de una sensibilidad política que la acerca a reclamos y luchas, cuestión que le es central. La sociología necesita realizar un aporte original al leer estas realidades que por crítico no necesariamente adopte un tono moralista o, en búsquedas de perder el tono meramente celebratorio, se vuelva condenatorio de experiencias y trayectorias individuales.

Esa es la postura que busqué construir en este artículo. Tomar un objeto como la literatura de hijxs de desaparecidxs que narran el pasado de militancia política y revolucionaria de sus padres y que se presenta como una postura rebelde para analizar efectivamente cómo construyen esas narraciones y en relación con qué otras miradas se definen como rupturistas. Estas literaturas parten de afirmar que tras la dictadura militar argentina se sufrió una fuerte derrota de los proyectos revolucionarios de izquierda. Se trata de una afirmación que no parecía superflua en tanto se había entablado una relación fetichizada con el pasado que no condecía con la situación concreta que sí se había transformado, donde esas memorias se formulaban. Ahora la pregunta no era sólo por el hecho de que habían logrado identificar este quiebre y anunciarlo sino también por cómo lo habían hecho. Y es así que encuentro que son las mismas herramientas que legó esa derrota las que emplean para realizar sus críticas.

Llegado este punto solo resta volver a abrir preguntas por las condiciones y trayectorias particulares que posibilitaron ciertas narrativas y no otras. Y quizás también por novedosos modos de narrar o vincularse con el pasado como la historia que narra Raquel Robles en Hasta que mueras (Factotum, 2019) una de cuyas protagonistas, Nadia, convierte su vida en una misión para asesinar a personajes que participaron de un modo u otro en la represión de la dictadura militar renegando de convertirla en una búsqueda de venganza o justicia. O quizás en la disparatada aventura de Moncada y Dardo en una Cuba posterior a la revolución escrita por Jorge Di Paola y Roberto Jacoby titulada Moncada (Adriana Hidalgo, 2003).

Bibliografía

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[1] Mirada analítica que, a su vez, enriqueció los procesos en lo que se enjuicia a los perpetradores en el caso argentino, juicios que se abrieron a partir de la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida en 2003. Parte del trabajo del Equipo de Asistencia Sociológica a las Querellas se puede conocer en su revista Tela de juicio: https://publicaciones.sociales.uba.ar/index.php/teladejuicio/index

[2] La Carta se puede leer completa aquí: https://www.educ.ar/recursos/129063/carta-abierta-de-rodolfo-walsh-a-la-junta-militar

[3] Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio. Fundada en 1995.

[4] El “[…] mandato ‘sé rebelde (como yo)’ […] [que] más allá de las intenciones de quien lo comunica significa, como vimos, algo imposible, es decir: ‘es imposible que (lo) seas’; de ahí se desprende ‘no tiene sentido que (lo) seas’, ‘no seas’. Porque cumplir con el ideal de los padres es, al menos al principio, el modo de existir para los hijos, de darse sentido al ser amados, de ser. Todo mandato es en algún punto imposible […] pero el mandato ‘sé rebelde’ es radicalmente imposible […] para el imaginario colectivo la única generación rebelde es la inimitable, la heroica, la de los que fueron masacrados. Desde ahí, el verdadero modo de cumplir a fondo el mandato es morir” (Drucaroff, 2011, p. 336)

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