Editorial

Lucas Rubinich

A pocas semanas de asistir a alguna de las clases, el estudiante que se inicia en la Carrera de Sociología ya reconocerá la historicidad de las formas objetivas y subjetivas de lo social. La institución social y las relaciones sociales concretas que la vivifican son tan producto histórico cultural como las creencias, las morales que la sostienen y le otorgan legitimidad. Y quizás en un aula el profesor de alguna introducción a la sociología habrá referido a que las instituciones oficiales de una lengua y el diccionario que editan van corriendo detrás de las relaciones sociales concretas, detrás de la experiencia social y cultural transformadora, detrás, en fin, del mundo fluyente del habla. Quizás en otra oportunidad escucharon a otro profesor que recurría a una cita no muy habitual para la academia y probablemente imaginada como un tanto extemporánea por algunos estudiantes legítimamente deseosos de ver lo que se llama nuevos autores. Esa cita era la del polémico ensayista y periodista norteamericano Henry Louis Mencken que, en las primeras décadas del siglo, pudo tanto escandalizar al mundo religioso, como alegrar a los diversos herederos de la tradición racionalista. La cita refería a un ensayo de 1922 que comenzaba de la siguiente manera: “¿Dónde está la tumba de los dioses muertos? ¿Qué deudo tardío riega sus túmulos sepulcrales? Hubo una época en que Júpiter era el rey de los dioses, y cualquiera que dudase de su poder era ipso facto un bárbaro y un ignorante. ¿Pero en qué lugar del mundo hay un hombre que venere hoy a Júpiter? ¿Y qué decir de Huitzilopochtli? En un solo año –y esto sucedió hace apenas cinco siglos– sacrificaron en su honor a 50000 jóvenes y doncellas. Hoy nadie lo recuerda…”. El profesor luego de la cita explicaba la estructura del artículo de Mencken: una carilla en la que continuaba haciendo menciones a experiencias de las relaciones de los seres humanos con distintas divinidades que volvían brutalmente pertinente la frase “el temor a dios”. La siguiente era una serie de nombres a dos columnas. Luego de esa lista a dos columnas, la frase final de apenas tres o cuatro renglones: “Pídale al párroco que le preste un buen libro de religión comparada: los encontrará enumerados a todos. Eran dioses de alto rango, dioses de pueblos civilizados, en los que creían millones de personas que los veneraban. Todos eran omnipotentes, omniscientes e inmortales. Y todos está muertos” (Mencken, 1972, p. 60).

Por si quedaban dudas reiteradamente leerán, escucharán, y comentarán textos de los clásicos de la sociología en los que se fundan los ejemplos anteriores. La naturalización de las relaciones sociales, de los mismos sistemas sociales, como formas de legitimación de las concepciones triunfantes en las luchas por la imposición de visiones del mundo, será un elemento central en el armado del homo sociologicus. Por supuesto entonces, se incorporará a la vida cotidiana estudiantil el Marx que, en su discusión con la economía clásica en Miseria de la filosofía, afirmaba con ironía que “los economistas se parecen a los teólogos, que a su vez establecen dos clases de religiones. Toda religión extraña es pura invención humana, mientras que su propia religión es una emanación de Dios” (Marx, 1987, p. 77). O quizás aquella del Weber de la dominación mediante organización, cuando refiere que la “leyenda de todo grupo privilegiado es su superioridad natural y, si cabe, su superioridad ‘sanguínea’ ” (Weber,1992, p. 705).

No hay esencias hegelianas en la sociología y, como se ha dicho, se advierte recurrentemente que los sistemas sociales y las morales que los sustentan en tanto construcciones históricas son cambiantes, aunque su peso concreto, más allá de los momentos de mayor productividad, no debe ser subestimado. Pero la atención se presta no solo a las formas naturalizadoras más densas, sino también a aquellas que forman parte de los sentidos comunes cotidianos, ya sea por inercia social o por procesos recientes de imposición cultural y que no son elementos necesariamente integrados de manera coherente a morales estructuradas. Son diversos y analizables en casos históricos concretos los elementos que influyen en la conformación de lo que Durkheim llamará prenociones, pero lo que es cierto, es que por triviales, por consabidas, tienen efectividad, justeza práctica. Es aquella acción humana que se realiza sin necesidad de ser interrogada, simplemente “porque las cosas son así”.

Y es aquí donde puede haber un problema si no se toma en consideración nuestra propia condición de bichos sociales. De productores de conocimiento sociológico, pero tan bichos sociales como cualquiera de los agentes de otros espacios sociales y culturales que analizamos. Por supuesto que tendrán diferencias los sentidos comunes de distintos espacios sociales; los de un barrio integrado y de un asentamiento; los de una oficina de agentes financieros de una corporación multinacional y los de un comercio barrial. Habrá que ver en cada momento histórico y en cada sociedad los grados de coincidencias y diferencias entre distintos sectores. Pero lo que es indudable es que hay sentidos comunes en los distintos puntos del espacio social, también en el mundo universitario. Y, concretamente, en este mundo universitario en el que habitamos. Y por más que este mundo propio, como acá se quiere demostrar, sea un mundo dedicado a reflexionar –y muy especialmente– sobre estas cuestiones en particular, si se aplican las herramientas que llevamos en la mochila con voluntad autoanalítica, lo primero que aparecerá es la advertencia sobre un obstáculo potencial, quizás abordable desde la sociología del conocimiento, que puede tomar la forma de refrán: es más fácil ver la doxa en el mundo ajeno, que el sentido común revestido de legitimidad cultural en el propio.

Aquello de “los ojos ven lo que están habituados a ver” vale también para los productores de visiones del mundo, como recordará Borges en “El pudor de la historia”, mencionando al historiador romano autor de Los anales: “Tácito no percibió la crucifixión aunque la registra en su libro” (Borges, 2005). El mismo escritor se permitió sospechar de una sabiduría que se funda no sobre un pensamiento sino sobre una mera comodidad clasificatoria. Y quizás sea esta una manera clara de ver una de las formas en que se presentan los sentidos comunes cultos, que es como problema preconstruido con alguna legitimidad cultural. Y de allí que las clasificaciones sin la construcción reflexiva del problema, o, si se quiere, sin la voluntad de formular preguntas a la versión preconstruida del problema, resultan en un ordenamiento posible de un problema diseñado por otros. Ese ejercicio de pensar reflexivamente el problema y construirlo como objeto sociológico, desde ya es central en el proceso de una investigación concreta. En verdad, es un ejercicio imprescindible para pararse sociológicamente frente al mundo, y con más razón en un desconcertante período de fin de época en el que no son extrañas las situaciones de anomia relativa. Es por ello que nos propusimos incorporarlo como práctica sensible en las discusiones de una revista como ésta en la que intercambian estudiantes de distintos niveles de la carrera de grado, graduados y profesores. Esa es la apuesta central de Malestar sociológico. Abordar los problemas del presente, habilitando el diálogo productivo entre compañerxs con trayectorias diferentes, intentando formular una que otra pregunta que pueda lograr desacomodamientos en relación con las miradas convencionales, incluidas aquellas que circulan por nuestros propios espacios.

Bibliografía

Borges, J. L. (2005) El pudor de la historia. Otras inquisiciones. Obras completas T 1. Emecé

Marx, K. (1987). Miseria de la filosofía. Siglo XXI editores

Mencken, H. L. (1972). Responso. Prontuario de la estupidez y los prejuicios humanos. Granica

Weber, M. (1992). Economía y sociedad. Fondo de cultura económica.

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